José Respaldiza Rojas




EL MIMEÓGRAFO*


Ir a la Universidad
fue como encontrar          
otro universo        
lleno de novedades,          
una de ellas
fue una máquina  
a la que llamaban        
 mimeógrafo.
El mimeógrafo
no caminaba solo,        
tenía dos acompañantes:  
el esténcil y              
el chisguete de tinta.
El esténcil
era el chismoso
de la familia,          
todo lo que
escribieras        
sobre él  
lo trasmite
en cien copias  
o cuantas quisieras.
El chisguete de tinta      
servía          
para que
no se quedase afónico,
ya que      
apenas asomaba          
una copia          
con líneas en blanco
era el momento
de apretar su barriga          
para distribuir tinta
en el rodillo.
Por más que escarbo        
entre mis recuerdos
no logro        
saber el nombre
de un mimeógrafo anterior          
que funcionaba con alcohol  
y tres páginas de  
distintos colores,
Más bien rememoro  
el genio de Pablo Picasso          
que en tres esténciles      
dibujó, con líneas,  
el rostro
de nuestro poeta        
César Vallejo,        
desde distintos ángulos.




EL ORGANILLERO*
                                               
Mi máquina de adivinar
Mamá, el monito,        
Mamá, el monito.    
Gritaba el niño,          
que entraba  
al balcón        
desde su cuarto,      
Mamá, el monito,          
Mamá el monito.  
Y del balcón        
volvía a su cuarto,
La mamá
a esa hora        
acostumbraba      
limpiar la casa,            
que era algo grande,  
por eso
no escuchaba a su hijo.
A esa hora        
acostumbraba pasar  
el organillero,          
con su bulto
en la espalda
y su pequeña mesa
de tijera en la        
mano derecha,
Apenas divisaba
un grupo de niños  
avanzaba hacia ellos,  
se detenía,      
paraba  
la mesa de tijera,        
ponía el bulto
de la espalda        
sobre ella,          
abría un puertecilla,
colocaba  
la manizuela
en su lugar,    
procedía a darle vueltas  
y de inmediato          
salía de la diminuta      
pianola empotrada,          
una atrayente melodía  
al mismo tiempo          
que hacía
su aparición  
un monito.
¡Qué espectáculo de mono!        
Lucía en su cabeza
un sombrero
de copa, chato,
un chaleco abierto, y
un pantalón  
 a la rodilla,            
que dejaba ver
sus peludas patas y  
su cola.
Como si fuera  
un poderoso imán        
atrajo a los chiquillos      
quienes rodearon  
al organillero.
Señor yo quiero        
habló un niño,  
Yo también,          
dijo otro,        
Vale una peseta       
¿alguno tiene 20 centavos?      
Oyeron los niños    
mientras se miraban
los unos a
los otros.
Yo tengo un real,        
Gritó un niño,    
¿Alguien tiene otro real?    
Preguntó  
el organillero.
Yo señor,  
A ver, los dos    
me dan sus monedas  
y abrió una diminuta puerta    
dejando ver        
unos papelitos,  
y le indicó al mono          
que sacara uno.
El mono agachó un poco        
estiró su brazo,          
sacó un papelito doblado,  
se lo dio al organillero.          
Éste tomó el papelito,          
juntó a los dos        
niños y  
les dijo:      
Tienen una suerte            
compartida,       
primero lo lees tú     
y después     
se lo das     
a tu compañero.     
¿Alguien más tiene        
dinero?          
Ante el silencio          
hizo entrar a mono,          
cerró la puerta,          
sacó la manizuela,    
se puso el aparato
en la espalda,        
cerró su mesa portátil  
y se retiró.
Una lágrima le rodó
por el rostro    
caminar tanto          
para ganar          
sólo 20 centavos,    
entonces recodó  
lo dicho por su madre:    
 Estudia hijo,
de no hacerlo  
la vida te será dura  
y difícil.
Tenía que pagar  
el alquiler
del cuarto donde vivía,          
igualmente        
debía  
la pensión      
donde comía,  
 y solo poseía          
una moneda
de veinte centavos,  
y mientras caminaba  
las lágrimas    
seguían rodando.
Se oyó un chillido
un chillido          
que salía        
desde el fondo
de su alma,
me meten
en un cuartucho    
oscuro,
aprovecho para dormir,          
pero al rato
me despiertan,          
para que salga  
y no pasa  
ni un instante    
cuando me meten          
otra vez,      
encima estoy vestido          
todo el rato  
y no puedo orinar,    
tampoco defecar.
Esta es la máquina
de adivinar    
pero    
la mala suerte.

(c) José Respaldiza Rojas
Lima
Perú

*del poemario Mis máquinas


José Respaldiza Rojas (Lima, 1940) Decano de la Facultad de Pedagogía de la Universidad Nacional de Educación (1991) catedrático principal, periodista, se ha especializado en literatura infantil. Es Magister en Ciencias de la Educación. Ha publicado La Maestra, Adivinanza, Las Fabulosas fábulas, Fabulario, Imayllanqui jitanllanqui mil adivinanzas quechuas, Las jitanjáforas en el mundo infantil. El Tangrama, Calcular con fantasía y otros más. Es miembro de APLIJ, CEDELIJ
Ganó el Premio Nacional de Promoción a la Lectura, en el nivel universitario. En 1997 la Biblioteca Nacional del Perú lo galardonó por su creatividad.































                             

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